La ecología en el mundo clásico
( Publicado en Revista Creces, Julio 2000 )

Sarma Eikei Kekhvmenon
Ho Kallistos cosmos
1

"Basura amontonada al azar, el bellísimo mundo"

Seis siglos a.C. Heráclito de Efeso daba del mundo esta paradójica definición. No sabemos si hay que tomarla al pie de la letra, o si se trata de una de sus sibilinas duplas de contrarios. Con todo, el fragmento nos deja pensativos: siempre más frecuentemente nuestro mundo se nos presenta precisamente como un enorme basural. Y es en función de esto que hoy la así llamada ecología se ha puesto de moda. Cabe, pues, preguntarse: ¿Qué es lo que llamamos "ecología"? ¿Qué significa propiamente esta palabra que circula por las bocas de todos? Sabemos que se trata de un término compuesto por oikos, casa, y logos, palabra. Sin embargo, ninguno de los dos significados es exacto. Oikos no es sólo la casa, sino también la ciudad y su entorno, "la morada de todos", el lugar donde se habita, el ámbito en el cual se desarrolla la actividad de los hombres, y también, en sentido más específico, el "patrimonio" de los seres humanos en cuanto tales; y logos, además que "palabra", es pensamiento, reflexión, estudio. Por cierto, aún en el sentido más amplio que han ido adquiriendo, las palabras conservan el núcleo de su significado originario, su étimo. Y es por esto que, cuando hablamos de ecología, estamos pensando en el estudio riguroso del hábitat en que vivimos, considerado en su globalidad y en la relación de las cosas o los entes que lo componen, entre sí y con los seres humanos y divinos que de él participan, en el marco de esa especial y cálida intimidad que vincula a quienes viven juntos en un espacio determinado al cual confieren sus propios rasgos y que los modela.

En nuestro tiempo, el oikos ha ensanchado sus fronteras y se ha convertido en oikoumene, "el mundo entero", en que el hombre se ha instalado como amo y señor, y al que se supone sea llamado a administrar y gobernar con sabiduría y buen juicio. El oikoumene constituye un sistema ecológico natural que en su conjunto se presenta como una gran familia. Cada cosa y cada ser dependen estrechamente del o de los otros, y es imposible comprenderlos en profundidad si se considera a cada uno de ellos por separado.

Es útil recordar la enorme diferencia que hay entre la oikoumene del tiempo en que nacieron y se desarrollaron las grandes civilizaciones griega y romana, y nuestra oikoumene actual. Esta diferencia puede resumirse en una sola frase, la que da cuenta de la inclusión en una y la exclusión de la otra, de la divinidad como entidad principal ubicada por encima de todo, en un lugar de privilegio dentro del sistema. Mientras el dios vivifica las cosas que están a su alrededor, que por él "respiran sacralidad", el hombre, dejado en pos de sí mismo, aun con las mejores intenciones, siembra muerte en derredor suyo e instaura "el reino de la profanidad". Donde había respeto, hay arrogancia; donde había reverencia, hay indiferencia; donde había ingenuidad, hay malicia; donde había sumisión, hay rebeldía; donde había generosidad, hay egoísmo. A la presencia del dios se contrapone su ausencia o su destierro: en consecuencia se genera la dicotomía que enfrenta la belleza a la fealdad, el bien al mal, el orden al desorden, la legalidad al capricho o al azar, el cosmos al caos. Estos dos últimos elementos son especialmente importantes en esta sucinta retrospectiva. La historia del mundo clásico, en efecto, se nos presenta como una ininterrumpida trayectoria que conduce del caos al cosmos. Nuestra historia más reciente, en cambio, parece llevarnos irremediablemente del cosmos al caos. Otro caos, quizás, y que no se asemeja al antiguo, pero caos al fin.

Recorramos velozmente, mirando hacia atrás, el curso de la historia: El mundo antiguo, colmado en sí de vida, se nos muestra atravesado por fuerzas vivas y operantes: la tierra, los mares, los montes, los ríos, los árboles, las piedras mismas, "todo está Ileno de dioses" 2. Este sentimiento despertaba el asombro de los hombres, hacía aflorar en su espíritu el sentido del límite, la necesidad de cuidar, amparar, proteger el entorno, el temor o el escrúpulo de estar ofendiendo con sus actos la majestad divina. La naturaleza no está al servicio de los hombres: son más bien ellos los que están a su servicio: ella es su familia, no su posesión. Naturalmente este modo de pensar conlleva, junto con lo bueno, también lo malo: en su excesiva sumisión se descubre una mentalidad atrasada, cerrada a la observación científica, que obstaculiza el progreso tal como hoy lo entendemos; pero, por otro lado, hay, en las relaciones recíprocas que enlazan el hombre a la natura, armonía, equilibrio y delicadeza, y en general se llega a una sana forma de convivencia e interacción, regida por leyes no escritas sino grabadas en el corazón. Intentar cambiar el orden natural de las cosas, -por ejemplo, construir canales a través de los istmos, hacer puentes de barcas para combatir en tierra firme, desecar pantanos- era considerada una injusticia que trastornaba el mundo y ofendía a los dioses. Por otra parte, la prohibición de contaminar ríos y manantiales con desechos, sangre y cadáveres, y otras del mismo género, no eran dictadas por el reconocimiento de la amenaza contra la salud y el medio ambiente, eran sólo tabúes de carácter ritual, tabúes que, como dice J. Donald Hughes 3, eran "la expresión de una percepción profunda de la naturaleza de las cosas".

Los dioses, ofendidos por actos de injusticia cometidos por los hombres, solían manifestar su descontento enviando a los culpables desastres naturales de proporción. Así Jerjes sufría una terrible derrota por haber querido transformar el mar en tierra 4, y Aquiles era duramente reprochado por el río Escamandro debido a la gran cantidad de cadáveres que éste había arrojado a sus aguas. Escuchemos a Homero 5: "A más enemigos diera muerte el veloz Aquileo, si el río de profundos remolinos, irritado y transfigurado en hombre, no le hubiese dicho desde uno de los profundos vórtices: "¡O Aquileo! Superas a los demás hombres tanto en el valor como en la comisión de acciones nefandas; porque los propios dioses te prestan constantemente su auxilio. Si el hijo de Cronos te ha concedido que destruyas a todos los teucros, apártalos de mí y ejecuta en el llano tus proezas. Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar divina; y tú sigues matando de un modo atroz. ¡Pero, ea, cesa ya; pues me tienes asombrado, oh príncipe de hombres!" Aquiles, para nada dispuesto a acatar el consejo, salta al centro del río, pero éste "le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente y, arrastrando muchos cadáveres de hombres muertos por Aquileo, los arrojó a la orilla mugiendo como un toro; y en tanto salvaba a los vivos dentro de la hermosa corriente, ocultándolos en los profundos y anchos remolinos. Las revueltas olas rodeaban a Aquileo, la corriente caía sobre su escudo y le empujaba, y el héroe ya no se podía tener en pie... Amedrentado dio un salto, salió del abismo y voló con pie ligero por la llanura. Mas no por esto el gran dios desistió de perseguirle, sino que lanzó tras él olas de sombría cima... Aquileo procuraba huir, desviándose a un lado; pero la corriente iba tras él y le perseguía con gran ruido... y lo alcanzaba continuamente, porque los dioses son más poderosos que los hombres... El héroe, afligido en su corazón, saltaba de un lado a otro; pero el río, siguiéndole con la rápida y tortuosa corriente, le cansaba las rodillas y le robaba el suelo allí donde ponía los pies".

Sólo la intervención de Poseidón y Atenea logran infundirle la fuerza para hacer frente al enfurecido Escamandro, pero éste "no cedía en su furor, sino que, irritándose aún más, hinchaba y levantaba a lo alto sus olas, y a gritos llamaba al Simois, un río hermano, para que le ayudara a castigar la hybris del héroe: "Ven al momento en mi auxilio -le decía-, aumenta tu caudal con el agua de las fuentes, concita a todos los arroyos, levanta grandes olas y arrastra con estrépito troncos y piedras, para que anonademos a ese feroz guerrero que ahora triunfa y piensa en hazañas propias de los dioses". Sólo Hefesto, dios del fuego, arrojando una abrasadora llama, logra aplacar el ánimo del encolerizado numen.

Baste este ejemplo para mostrar cuán fuerte clama la injusticia cuando la justicia es pisoteada por los seres humanos entregados a la desmesura. La justicia, en efecto, es para los griegos (sigo de cerca a Hughes) 6 "la observación de una relación adecuada de los hombres entre sí, con la naturaleza y con los dioses".

Los griegos admiraron la naturaleza y trataron de entenderla con su razón pues confiaban en que su mente poseía un orden racional acorde al que regía el entero cosmos. Este es visto como un inmenso organismo viviente, en el que hay empatía entre todas sus partes, fusionándose las unas con las otras con admirable equilibrio y armonía. Así una relación muy estrecha une las plantas con el sol, el suelo con el clima, el agua con los cultivos, las plantas con los animales, los hombres con los dioses, pues -como dice Aristóteles- todos tienden a un mismo fin y para él están formados.

Estas consideraciones no deben inducirnos, sin embargo, a pensar que no se infringieron en Grecia las que hoy llamaríamos leyes de la ecología. La misma guerra -inventada, según un viejo mito, por Zeus y Themis, por razones que hoy llamaríamos ecológicas, a saber, para alivianar la Madre Tierra del peso de los hombres que, siendo en el comienzo inmortales, se habían multiplicado con extraordinaria rapidez y la fatigaban sobremanera 7, contaminaban, como hemos visto, los campos y los ríos, dejando tras suyo bandadas de buitres, chacales e insectos de todas las especies. Con el paso del período arcaico al clásico, también en Grecia la especie humana, así como se había mostrado capaz de crear "patrones ordenados de belleza", se mostró capaz también de romper el equilibrio de las especies y de alterar gravemente el ecosistema en el cual vivía, agotando importantes recursos naturales. Los bosques sufrieron mucho por la intensa actividad industrial que abatía sus árboles, usándolos como combustible para construir casas, carros, muebles, naves y muchas otras manufacturas. La deforestación y un descontrolado pastoreo de cabras y ovejas, así como las cacerías, los incendios y la explotación de canteras causaron erosiones, extinción de algunas especies de animales, desecación de manantiales, cambios de temperatura, a tal punto que el desarrollo urbano y la sociedad civilizada aparecen siempre más frecuentemente como un estado inicuo que viene a romper el carácter humano de la vida y a sembrar desolación y muerte.

Parece casi imposible que esto haya sucedido en un país adorador de la belleza, la que desde sus albores había impreso en él una huella inconfundible y transfigurado la vida de sus hombres. Estos sabían de hallarse en el centro de un inmenso contexto vital y de ser parte de él, y cultivaron desde sus comienzos la contemplación de los inigualables espectáculos naturales, una contemplación no tanto fin a sí misma cuanto estimulada por la curiosidad y el deseo de conocer las leyes que gobernaban ese admirable conjunto. Cada poeta de la antigua Hélade se situaba frente al entorno físico de un modo propio y original, y su experiencia personal parecía entrelazarse con el respiro fuerte y potente de éste. Alcmán, Safo, Eurípides cogen la afinidad que une la pureza del corazón con la virginidad de las formas en que se manifiesta la naturaleza. También Sófocles y Platón se abren a ese "sentimiento de la naturaleza" nacido de una experiencia que nutre la mente a la vez que embelesa el espíritu. La "emergencia del ser" en todas sus expresiones hechizó desde siempre al hombre griego, y éste acuñó, para esa naturaleza de la cual se sabía partícipe tanto como lo eran sus dioses, dos términos muy especiales: physis y kosmos. Physis designaba -como sostiene Max Pohlenz 8- "la fuerza que, según inviolables leyes, determina todo acontecer, y que ha abierto al espíritu investigante la comprensión del mundo". Kosmos, por su parte, aludía al asombroso ordenamiento que rige todas y cada una de las fuerzas vivas que componen el universo anclándolo juntamente al carruaje de la Necesidad y al de la Belleza.

Ambos términos se movían en el ámbito de lo sacro que exige admiración y sometimiento. Pero ya al comienzo de la edad helenística los hombres empezaron a tener conciencia de no poder más sustraerse al dominio despiadado de la civilización moderna, y de enajenarse cada vez más de esa naturaleza en contacto con la cual habían vivido y actuado sus antepasados intuyendo en su latido la presencia viviente de lo divino. El conflicto se perfila como un desgarramiento sin límites. En los tiempos cercanos al mito, la encina alada de Ferécides 9 con sus raíces hundidas en el subsuelo y su cima erguida hacia el cielo, había unido todos los reinos naturales, desde el más bajo hasta el más alto, atravesándolos con el invisible eje que realizaba en sí la unidad. Ahora la desjuiciada actividad de un hombre cada día más desligado, quiebra el eje y consuma la irreparable fractura.

Más fuertemente que en Grecia, Roma fue, en sus comienzos, respetuosa de la naturaleza. El mismo nombre natura es auténticamente romano y está ligado a la acción del asomarse a la vida, entre todas las acciones la más sacra. Los numina invaden todos los rincones, y se creía que el poder divino era inherente al lugar en que ellos se manifestaban, aún antes de que los hombres se lo consagraran. Montañas, bosques, rocas, volcanes, manantiales, cuevas, "todo lo que podía ser nombrado" tenía una deidad propia. El convencimiento de que el entorno natural es el resultado de acuerdos divinos y no debe ser alterado generó en los comienzos una actitud conservadora que impedía intervenirlo y modificarlo.

Muy luego, sin embargo, el espíritu práctico de los romanos encontró la solución a los problemas que tal actitud provocaba. Se celebraban sacrificios antes de derribar los árboles de un bosque que era considerado sacro, para congraciarse al dios que lo habitaba. Podía trasladarse de un lugar a otro una piedra sacra, siempre que se llevara con ella a su numen. Podían ejecutarse espectaculares obras de ingeniería tendientes a modificar el entorno, siempre que se hicieran antes los rituales prescritos en cada caso, y en el modo que para cada uno había sido establecido. Así las necesidades del hombre eran satisfechas y la veneración del dios rígidamente normada, y se daba a cada uno lo suyo. Las relaciones humano-divinas se regían por la fórmula típicamente romana del do ut des: "Yo te doy una cosa a ti, tu me das una cosa a mí", que salvaba la veneración que se debía a las deidades sin abdicar al sesgo utilitarista y manipulador propio de los hombres. Los sacrificios debían ser perfectos, si se quería congraciarse a la divinidad: ello implicaba, amén de un formalismo algunas veces aberrantes, la elección meticulosa de las ofrendas: en efecto, sólo había de sacrificarse cosas que contuvieran en sí el principio de la vida.

Como el medio ambiente termina configurando a quienes lo habitan, el hombre romano intentó crear, al interior del mundo de la naturaleza, un mundo acorde a sus necesidades y a sus deseos y trató de imitar su perfección. La primitiva adoración cedió paulatinamente, y al final la anhelada adaptación de la sociedad y economía romana al medio natural se convirtió en explotación incontrolada de los recursos naturales, terminando en un rotundo fracaso. La pesca agotó los mares; la caza las selvas; la minería las canteras. La industria del espectáculo produjo la extinción de los grandes mamíferos de las lejanas provincias. Se extrajo del corazón de la tierra toda clase de sustancias venenosas que contaminaban el aire haciéndolo irrespirable. Las guerras continuas agotaban los recursos materiales e insuflaban ferocidad en el corazón de los hombres. Las construcciones y las demoliciones, las maquinarias de las industrias, el vaivén de los clientes, los vendedores, los carruajes, las arengas forenses producían una contaminación artística que hacía que los romanos añoraran la vida rústica y salieran de la urbe toda vez que les fuese posible.

Los escritores del período imperial nos han dejado testimonios elocuentes de esa situación, que habría aparecido increíble en los tiempos arcaicos. Escuchemos dos de los más significativos. Uno es de Marcial, y denuncia la contaminación acústica que se ha hecho insoportable: "Hoy la gran Roma nos hace picadillo", -dice- "Impiden vivir los maestros de escuela por la mañana, por la noche los panaderos, los martillos de los caldereros durante el día entero; por aquí un cambista ocioso golpea su sucia mesa con las monedas de Nerón, por allí el batidor de la arena de oro hispana golpea la piedra desgastada con un brillante martillo; y no cesa la turba inspirada de Belona, ni el náufrago charlatán con su torso vendado, ni el judío enseñado por su madre a pedir, ni el legañoso traficante de cerillas azufradas. ¿Quién puede contar los daños de un sueño perezoso? ¿Dirás cuántas manos de la ciudad golpean objetos de bronce..., tú cuya azotea contempla desde arriba las cumbres de los montes? A mí me despierta la bulla de la multitud que pasa, y junto a mi cabeza está toda Roma" 10. El otro es de Juvenal y se podría titular "El taco": Dice así: "El tránsito de vehículos en las angostas callejuelas de los barrios romanos, éste es el origen del mal. Si se lo exige un negocio, al rico lo llevarán por encima de la muchedumbre en una gran litera Liburnia, y volará sobre las cabezas de la gente, mientras en su interior lee o escribe o duerme la siesta. No obstante, llegará antes; a mí, en cambio, por más que me apure, una oleada de gente, por delante, me impide avanzar, y por detrás todo un pueblo empuja mis espaldas, precipitándoseme encima. Uno me hiere con el codo, el otro con un palo; éste me golpea la cabeza con una viga, aquél con un odre. Con mis piernas cubiertas de Iodo, soy pisoteado por todas partes por unos gruesos pies y tengo el clavo de un soldado plantado en un dedo" 11.

Al final del imperio se está frente a un desastre ecológico gigantesco, los sagrados cimientos ceden bajo el peso del tiempo y la corrupción de los hombres, y Roma se prepara a morir, víctima de su propia grandeza. Nihil novum sub sole.

Volvamos ahora sobre nuestros pasos. Al comienzo de este estudio estaba convencida de que la oposición que debía destacar era la que se observa entre la actitud que frente a la naturaleza mostraba el hombre antiguo, y la que muestra, en cambio, el hombre actual; y me parecía ver en el primero una sensibilidad infinitamente mayor ante el medio que lo ceñía, configuraba y condicionaba. Estaba claro para mí que las dos actitudes dependían de los lazos que unían al hombre antiguo a los dioses y a su concepción de la naturaleza como sagrada. Esos lazos se habrían ido aflojando con el pasar del tiempo y el cambio de las circunstancias, y también se había venido abajo la visión de mundo que ellos comportaban. La situación estaría haciendo crisis hoy debido a la siempre creciente pro-fanidad de la sociedad humana y al utilitarismo económico imperante. En efecto, lo útil no siempre coincide con lo honesto y lo correcto, aunque sería bueno que así fuese. Pero en la medida en que iba avanzando en mi búsqueda me percataba -no sin cierto desasosiego- que esta hipótesis no estaba avalada por los hechos. La oposición, en efecto, no se da sólo entre el modo de actuar, con respecto al medio ambiente, del hombre antiguo, específicamente el griego y el romano, y el del hombre de hoy. Parece ser, en cambio, que el contraste de actitudes se manifiesta en cada área histórico-geográfica, al interior mismo de la trayectoria evolutiva del pueblo que en ella está asentado, entre sus comienzos y su culminación y declinación. A la espontánea reverencia inicial hacia un entorno compartido con las fuerzas luminosas que lo consagran y lo animan, patrimonio vivo y precioso que es menester venerar y legar intacto a las generaciones posteriores, le sucede una soberbia actitud de superioridad y de dominio. La opulencia, fruto de un alto nivel de vida alcanzado por razones diversas, produce arrogancia sin límites. El hombre sólo se venera a sí mismo, y cree que todo lo que está en derredor suyo ha sido puesto allí para servirle. El desequilibrio que este modo de sentir y pensar origina, mina desde adentro las energías vitales que sostienen el mundo al que ese hombre pertenece, el cual bajo esa presión termina por derrumbarse. De sus cenizas se levanta, gracias a las fuerzas que laten en lo profundo, otro mundo joven y vigoroso, y la historia se repite, con fenómenos distintos pero análogos, en espacios y tiempos diversos, articulándose en religaciones y desligaciones sucesivas, más o menos conscientes.

Por otra parte, esto no sucede sólo en el afuera de cada "generación de hombres que habitan la negra tierra" como diría Homero; se da también en sus adentros. Hay más, lo que acontece en el afuera no es ni más ni menos que el reflejo de lo que se da en la intimidad del alma humana, individual y colectiva. La reverencia hacia lo divino, el coraje, el espíritu de sacrificio y de servicio, la entrega, el esfuerzo, el acatamiento de las leyes, la modestia, la austeridad, la práctica de las virtudes, el cumplimiento de los deberes, el respeto hacia el ambiente que nos rodea, son elementos tectónicos capaces de levantar mundos; las cosas contrarias son factores disgregativos que, en un lapso menor del que estamos dispuestos a admitir, los anonadan.

Llegados a este punto de nuestras reflexiones, estamos en condición de intentar una relectura más profunda del fragmento de Heráclito que hemos citado a modo de introducción. Cada una de las palabras que lo componen posee una resonancia muy especial que se pierde en la traducción. Por un lado están el nombre "mundo" y el adjetivo "bello", en grado superlativo. "Mundo" es kosmos, un término que expresa la idea de orden, armonía, equilibrio, perfección, ornato 12, y "bello", o más precisamente "bellísimo", es kállistos, que contiene conjuntamente las nociones de belleza, bondad y verdad.

Al otro lado, en posición encontrada, están el sustantivo "basura", el participio "amontonada" y la expresión adverbial "al azar". "Basura" es sarma, término que puede aplicarse a cualquier tipo de desperdicios o barreduras, de las cuales conviene deshacerse porque producen putrefacción, fealdad, desagrado; "amontonado" es kekhymenon, algo así como "dispuesto de cualquier manera", lo cual acentúa la idea de fealdad y desagrado expresada por sarma, e introduce además la de desorden. Esta última es ratificada plenamente por el adverbio eikéi "al azar", que se dice de algo que no obedece a ningún plan, diseño u ordenamiento preestablecido en función de un fin.

Antes de la nefasta intervención del hombre, parece decir Heráclito, el mundo es un todo ordenado donde cada cosa y cada ser están en un lugar determinado y cumplen una función precisa en mor de una plenitud y perfección que se manifiesta como armonía y belleza. Estas, si bien se muestran como una realidad estética externa, están enraizadas sobre una realidad interna que es su intrínseca bondad. Sólo lo bueno en efecto puede ser totalmente bello. Hay más, la belleza y la bondad del mundo se fundan en su "verdad", pues, si se aplicaran a algo ficticio e inconsistente, dejarían de ser lo que son: "perfecciones absolutas", sin mengua.

En cuanto decrece el fervor de los comienzos, el hombre ya no se asombra ante la maravilla del mundo. Ante su creciente codicia ese extraordinario patrimonio que le ha sido legado deviene un bien utilitario, y él encuentra las maneras -no importa cuán legítimas y dignas- de manipularlo para que le dé un provecho inmediato mayor. El resultado no se deja esperar y es la representación perfecta de lo caótico: el mundo se transforma en un "montón de desperdicios juntados a como viene".

La belleza, bondad y verdad del cosmos, tal como primeramente había sido entendido, respondían a un reclamo de Orden que constituía su intrínseca necesidad. Su fealdad y pobredumbre, en cambio, son consecuencia de un Desorden que se basa en el azar -podemos llamarlo, capricho, insensatez, opacamiento, o con el nombre que consideremos más apropiado-. Sé bien que hay modernas teorías que sostienen que la vida nace del desorden, y atribuyen a éste la secreta fuerza del amor, de la creatividad, de la energía que mueve el mundo. Pero desde mi ignorancia me atrevo a pensar que, en la medida en que hacemos del Desorden un principio del ser, lo estamos "ordenando", lo estamos viendo como la contrafigura del Orden, su aspecto dinámico, articulación visible de su inmóvil y perenne estaticidad -estado de éxtasis absoluto-; y los dos aspectos son uno y el mismo.

Estamos, pues, frente a dos principios, uno de vida el otro de muerte. En el fragmento heraclíteo se enfrentan dos imágenes del mundo; el esplendor de una tiene como contraparte obligada la negrura de la otra. El hombre que, persiguiendo fines indignos, convierte el brillo del ser en la opacidad del no ser, transforma el mundo en cadáver, siendo, de algún modo, él mismo dentro de sí un cadáver. Y los cadáveres, como dice en otro fragmento, el 96, el mismo Heráclito, "han de ser arrojados afuera más que los excrementos".

Triste futuro para la irresponsable soberbia de la criatura humana. ¿Estamos aún a tiempo para evitarlo?.

1 Heráclito; fr. 107

2 Cfr. Tales de Mileto en Diógenes Laercio I, 27; y en Aristóteles, De Anima A 5. 411 a 7.

3 Cfr.: La ecología en el mundo antiguo. F.C.E., 1981/1975, p. 89

4 Heródoto; Esquilo: Los Persas.

5 Iliada, XXI, 214 ss., ed. Losada

6 Op cit. 90.

7 Estásimo: Ciprias I; en Escolio a Vind. 61, min. A IIíada I. 5.

8 L`uomo greco. La Nuova Italia. Firenze 1976/1947, p. 550.

9 Ferécides de Siro. 2. En Clemente Alex: Stromata, VI, 53 / II, 459, 4.

10 Op. cit. 10; 57

11 Sátiras I, 3.

12 Recordemos que kosmos, como mundus en latín, identificó antiguamente también al cofre en el cual las damas de la época guardaban los cosméticos que las ayudaban a realzar sus encantos.



Giuseppina Grammatico

U.M.C.E. y U.C.V.



Giuseppina Grammatico Amari


Doctora en Letras de la Universidad de Palermo, Italia; Magister en Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso; cursa Doctorado en Filosofía en la Universidad Católica de Valparaíso.

Actualmente, sirve las cátedras de latín, griego, literatura, religión y mitología en las Universidades Católica de Valparaíso y Metropolitana de Ciencias de la Educación. En esta última se desempeña como Directora del Centro de Estudios Clásicos desde el año 1986.

Ha participado en actividades de extensión con múltiples ponencias y conferencias en seminarios, jornadas, congresos, etc., tanto nacionales como internacionales, siendo su principal línea de investigación Heráclito. Ha publicado numerosos artículos en libros y revistas chilenas y extranjeras. Ha organizado las diez primeras Jornadas Greco-romanas en la Universidad Católica de Valparaíso y los Encuentros Nacionales e Internacionales de Estudios Clásicos en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, únicos en Chile.

Es socia fundadora y Presidenta de la Sociedad Chilena de Estudios Clásicos, desde 1989; Presidenta del Comité Editorial de la revista Limes; co-editora de la colección Iter; miembro del Comité Editorial de la Revista Universidad de Concepción; miembro del Comité Editorial de la revista Classica, de la Sociedad Brasileña de Estudios Clásicos.



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