Realidad y ficción de la terapia génica
( Publicado en Revista Creces, Enero 2003 )
Toda la información necesaria para el correcto funcionamiento de la vida, esta en nuestros genes. De su correcta interacción depende el normal crecimiento, el desarrollo y las condiciones de salud. Los errores de esta información se traducen en enfermedades. Muchos piensan que es posible corregirlos a través de la "terapia génica".
Es la molécula de DNA, que está contenida en el núcleo de todas nuestras células, la responsable de transmitir la información genética que pasa de generación en generación y que ordena y regula el proceso de la vida. Esta información está en unidades (trozos de DNA), que constituye lo que llamamos los genes. La suma de ellos, se ha denominado "el genoma". Nuestro genoma está constituido por la suma de genes aportados por la madre (óvulo) y por el padre (espermio). De la interacción de unos y otros resulta un ser humano con todas sus características, como el color de pelo, forma de la nariz, altura, condiciones del carácter, etc. etc. (Las Leyes de Mendel a la Luz de la Genética Moderna, Creces, Noviembre 1999, pág. 34).
Nuestra condición de salud depende básicamente del correcto funcionamiento de la información genética, en la que a su vez también influye el medio ambiente. Si la información no es correcta, ya sea porque uno o más genes se recibieron alterados de los padres (enfermedades genéticas) o porque en el proceso de traducción del mensaje genético se comete un error o porque éstos se alteran por acción del medio ambiente (mutaciones del DNA), puede aparecer la enfermedad.
Los procesos metabólicos que regulan los genes, lo hacen a través de las enzimas que ellos codifican (síntesis de proteínas). Estos procesos son complejos y su correcta funcionalidad por lo general depende de interacciones casi simultáneas y secuencial de varias de ellas. Así por ejemplo, el metabolismo saludable del colesterol depende por lo menos de la interacción de ocho genes, los que codifican varias enzimas. De esta complejidad resulta la dificultad en saber qué genes son los responsables de que su metabolismo se altere. Es así como la elevación del colesterol sanguíneo y su consecuencia, la ateroesclerosis, se cataloga como enfermedad "poligenética". La mayor parte de las enfermedades que nos afectan y que se van produciendo a lo largo de la vida, caen bajo esta denominación (La Genética, la Salud y la Enfermedad. Creces, Mayo 1999, pág. 34).
Sin embargo, existen otras enfermedades en que sólo un gene es el responsable, y a consecuencia de ello se desarrolla una enfermedad. Ellas se denominan enfermedades "monogenéticas". Aunque no son muy frecuentes, ya se conocen y se identifican más de 3.000 enfermedades diferentes. Por lo general se trata de enfermedades cuyos síntomas se inician ya desde el momento de nacer y en las que el componente genético es evidente. En estos casos se trata de un gene alterado, ya sea proveniente del padre, la madre o de ambos. El gene alterado transmite una información errada, lo que lleva a la producción de una proteína (enzima) alterada, que al no poder desarrollar su función normal, provoca un bloqueo metabólico, lo que en definitiva se traduce en una enfermedad.
Estas enfermedades monogenéticas son las que han concentrado la atención de los investigadores, que han soñado en intervenir frente a ese gene anómalo, ya sea inhibiéndolo o reemplazándolo por uno correcto. Enfermedades como la fibrosis quística, la distrofia muscular, la talasemia, la hemofilia o muchas otras debidas a la alteración de un solo gene, han estado siendo objeto de intensas investigaciones y han sido los candidatos a la llamada "terapia génica".
En muchas de estas enfermedades ya se conoce cuál es el gene alterado, en qué lugar del cromosoma está instalado y cuál es su estructura (secuencia de bases del DNA). Conociendo esto, ya es fácil sintetizar el gene correcto. El problema es cómo introducirlo al interior de las células, traspasar su membrana sin alterarla, luego lograr que se introduzca al núcleo de la célula y ojalá instalarlo en el lugar correcto. Tarea que se ve casi imposible si sabemos que cada célula tiene una compleja estructura interna y en su núcleo contienen aproximadamente 30.000 genes diferentes.
Desde un comienzo los investigadores pensaron que los virus podían ser los transportadores del gene correcto. Estos normalmente están constituidos por un paquete de DNA, contenidos en un envoltorio proteico. Ellos son reconocidos por las estructuras de la membrana celular y saben como entrar a la célula y como aprovechar la maquinaria metabólica de la misma para crecer y multiplicarse (Por qué tanta complacencia con los virus: Creces, Septiembre 1996, pág. 35). Los investigadores, conociendo esta propiedad, pensaron que éstos eran los vectores ideales, que podrían transportar el gene correcto hasta el interior del mismo núcleo de la célula. Dentro de su envoltorio proteico, era fácil introducir el gene que se deseaba corregir. "La estrategia parecía tan simple y hermosa", recuerda Savio Woo de la Escuela de Medicina del Mount Sinai en Nueva York y presidente de la Sociedad de Terapia Génica. Nació así el concepto de la "terapia génica" y pareció que se iniciaba una nueva etapa de la medicina, ya que se podría curar muchas enfermedades, actuando directamente en su causa, cual era la alteración de un gene.
Pero que ha pasado
Quien primero propuso el término de terapia génica fue French Anderson de la Facultad de Medicina de la Universidad de Southern California. Después de varios años de esfuerzos, ahora confiesa un tanto frustrado: "pensamos que ello se convertiría inmediatamente en curas". Pero no fue así. Durante el decenio pasado se realizaron miles de ensayos. Algunos parecían tener resultados favorables, pero siempre dudosos y de corta duración. No faltaban los escépticos que miraban el proceso con mucha reticencia, e insistían que se estaba actuando a ciegas y jugando con fuego. Había temores que se utilizaran virus transportadores, que aun cuando se estimaran como inocuos, podrían activarse y que fueran potencialmente dañinos. Otros pensaban que al insertarse el gene en cualquier área del genoma, podía quedar éste instalado cerca de un gene "proto-oncógeno" (genes potencialmente cancerígenos, de los que se conocen más de trescientos) e inducir un cáncer.
Fue a fines del año 1999, que bajo la mirada inquisidora de muchos, ocurrió un caso fatal. Los detractores atribuyeron el deceso directamente a la terapia génica. Se trataba de un enfermo llamado Jesse Gelsinger, quien voluntariamente se sometió a una terapia génica, para tratar una grave enfermedad hepática, que por una deficiencia genética no podía metabolizar el amonio, acumulándose éste en la sangre. Formaba parte de un ensayo clínico de 16 enfermos, a los que se les administró un virus (adenovirus) como vector para transportar el gene correcto. Su deceso se atribuyó a una sobrecarga del virus, que lo habría llevado a una insuficiencia hepática, falleciendo después de algunos días (Alarma por la Terapia Génica: Creces, Enero 2000, pág. 8). Como consecuencia de ello, el comité que regulaba los ensayos de terapia génica en Estados Unidos, estableció una moratoria hasta que se re-estudiara toda la experiencia acumulada. Muchos pensaron que ya no se iba a insistir más en la terapia génica, ya que arreciaron la críticas.
Sin embargo, al otro lado del Atlántico, en el Hospital Necker para Niños Enfermos en París, un grupo de investigadores dirigido por Alain Fischer y Marina Cavazzano-Calvo, habían estado tratando mediante terapia génica, a un grupo de nueve niños que padecían de una rara deficiencia inmunológica llamada X-SCID (Severe Combined Immunodeficiency), causada por una mutación en el cromosoma X). Se trataba de una enfermedad que no tiene tratamiento y de la cual los enfermos fallecen antes del año de edad por infecciones intercurrentes. Fischer y sus colaboradores ya habían tratado 11 niños con esta enfermedad, a los que habían introducido el gene correcto en linfocitos T obtenidos de la medula ósea de los enfermos, utilizando como vector un retrovirus. Todos los pacientes habían evolucionado bien y estaban haciendo su vida normal. Pero uno de ellos presentó una varicela y en los exámenes se comprobó que estaban muy elevados los linfocitos T. Después de algunos días de hospitalización, y en vista que los linfocitos continuaban aumentando muy rápidamente, se diagnosticó una leucemia. Según los investigadores, casi con toda seguridad fue gatillada por el virus que se usó como vector, ya que se demostró que incorporó su genoma en el cromosoma 11 de los linfocitos. (Science, octubre 4 del 2002, pág. 34).
Es decir, en este caso sucedió lo que muchos temían, de que el virus vector que se utilizó para introducir el gene a la célula, aterrizara en un oncogene y desde allí se gatillara un cáncer. Sin duda que todos pensaban que este riesgo era posible, pero muy remoto. Dentro del genoma humano, hay tres mil millones de lugares del DNA donde podría aterrizar el gene y sólo existen 300 oncogenes. Un riesgo muy escaso, frente a la realidad que el niño fallecería por la enfermedad genética antes de cumplir un año de edad.
¿Qué sucederá en adelante?
Esta es la historia de dos accidentes ocurridos durante el tratamiento de enfermedades genéticas, mediante la terapia génica, usando virus como vectores. Ellos han puesto una voz de alarma que obliga a ser aun más cautos. Cabe señalar que durante estos últimos años se han estado utilizando virus como vectores en miles de ensayos clínicos, y aparentemente no ha habido otros casos fatales.
Diversos investigadores piensan que el uso de virus no debería ser parte de las técnicas de terapia génica, ya que con ellos se corren riesgos, y al mismo tiempo son complicados y costosos. Se han ensayado otras alternativas, como encapsular el gene en glóbulos de grasa, llamados liposomas, o en cromosomas circulares, llamados plasmidos, que se encuentran en bacterias. También es posible inyectar el DNA desnudo dentro del tejido. Pero hasta ahora todos estos métodos se han demostrado mucho menos eficientes que usar virus como vectores. Con ellos se puede introducir el gene dentro de la célula, pero nada asegura que éste llegue al interior del núcleo celular y que se integre al genoma para que pueda actuar como tal.
El hecho que no se puede negar es que la terapia génica corre el riesgo de gatillar un cáncer. Este tendrá que evaluarse frente a la ausencia de otras alternativas de tratamiento de enfermedades que son mortales o inutilizan de por vida. En la práctica se sabe que todo tratamiento tiene riesgos, dependiendo de muchos factores no controlables. Habrá que seguir investigando, porque así es como avanza la medicina. Las perspectivas de cambiar y arreglar genes son demasiado atractivas, no sólo para enfermedades monogenéticas, sino que también otras, incluyendo enfermedades cardiacas, cáncer, Alzheimer, Parkinson e incluso el SIDA.
Es muy posible que en los próximos años haya nuevos avances, ya que se está activamente investigando en nuevas técnicas, con el objeto de lograr que el gene que se introduzca aterrice en un lugar específico del DNA, incrementando la eficiencia y disminuyendo el riesgo de que se produzca un cáncer. (New Scientist, Noviembre 30 del 2002, pág. 30).