Vida en Venus y Marte: lo que no pudo ser
( Publicado en Revista Creces, Enero 1990 )
Los marcianos del cine y las tiras cómicas existieron solo en la mente de quienes los crearon. Todo indica que las condiciones que permitieron la vida en nuestro planeta, no se hicieron presentes en Marte y Venus.
El conocimiento actual atribuye a ciertos procesos geoquímicas del tipo efecto invernadero la responsabilidad de esta singularidad terrestre.
investigación astronómica, aún no hay explicación para el hecho de que la Tierra sea el único lugar conocido donde existe vida. Ni en los ocho planetas circundantes, ni en los 31 satélites de los que se tiene información parecen existir condiciones propicias para el desarrollo de formas de vida como las que conocemos en la Tierra. ¿A qué se debe esta particular capacidad de nuestro planeta?.
En la historia de la Tierra, la vida aparece en una época relativamente temprana. Las evidencias dejadas por las primeras algas datan de hace unos 3.000 millones de años cuando la Tierra apenas tenía 1.600 millones de años de edad. Esto hace necesario que los compuestos químicos precursores de la vida se hayan empezado a sintetizar unos 500 millones de años antes. Aunque las primeras formas vivientes deben de haber sido muy diferentes de las actuales, es evidente que el planeta presentaba, a poco tiempo de su gestación, ambientes propicios para su aparición. Una vez que la vida surge, los procesos biológicos se suman a los mecanismos propios de la evolución planetaria, introduciendo un factor adicional de diferenciación. Tratando de mantener la complejidad en un nivel manejable, nos concentraremos en el análisis de las condiciones que dieron lugar al surgimiento de la vida en la Tierra y que parecen haber estado ausentes en Marte y Venus.
Un ambiente en extremo importante para la gestación de la vida lo constituyeron los cuerpos de aguas poco profundas y los océanos. Tanto las atmósferas como los océanos se originaron en la emisión de gases que siguió a la formación de los componentes del sistema solar. Las partículas que, reunidas en gran número, dieron forma a los planetas, deben de haber contenido compuestos volátiles entre los cuales el más abundante era el agua. El calentamiento generado en el proceso de acreción de planetesimales y posterior diferenciación interna del planeta, en el que se separan una corteza liviana y un núcleo muy denso, junto con una actividad volcánica ocurrida en los primeros mil millones de años, liberaron parte de estos gases para formar atmósferas. La condensación de los gases abundantes y menos volátiles originó los océanos. Resulta informativo que los planetas más cercanos a la Tierra, como Venus y Marte, no tengan océanos. Parece lógico que en aquel más próximo al Sol, Mercurio, no existan océanos, ya que las altas temperaturas dominantes deben de haber impedido toda condensación. También parece obvio que en aquellos muy fríos, por lo distantes del Sol, como Júpiter, Saturno y el resto, el agua se encuentre en forma de hielo; pero en Venus y Marte podrían existir condiciones parecidas a las terrestres, sobre todo si en sus orígenes fueron similares.
Una constitución física y química común debe ser otra consecuencia de la vecindad en el espacio. Después de todo, los planetas se formaron por agregación de material disperso dotado de un movimiento turbulento que mezclaba las partículas entre órbitas vecinas, por lo que no existe motivo para imaginar una constitución diferente para los tres planetas vecinos. Esto parece indicar que el intervalo de distancia respecto del Sol propicio para la mantención de océano es muy angosto y que, a diferencia de la Tierra, tanto Venus como Marte se encuentran fuera de él, uno por hallarse demasiado próximo y el otro muy alejado del Sol.
Pero entonces cabe preguntarse por qué la Luna, que está separada del Sol por una distancia igual a la de la Tierra, tampoco tiene océano. Ciertamente, en la explicación hay algo más que la influencia de la distancia del astro del sistema. Sin embargo, por mucho tiempo estuvo vigente una teoría centrada en esta variable. Hoy existen explicaciones alternativas que, además, tienen la virtud de iluminar otros enigmas de la evolución planetaria.
Influencia de la distancia al sol
Es indudable que la distancia al Sol es un factor determinante en la temperatura media de cada planeta. Después de todo, lo que caracteriza a un astro es su inmensa capacidad de generación de energía a expensas de la fisión nuclear del hidrógeno. El Sol derrama energía por el espacio en todas las direcciones y la cantidad que cruza una superficie unitaria en un segundo disminuye con el cuadrado de la distancia al Sol. A la distancia que separa a la Tierra del Sol (150 millones de km.), es de casi 1.400 watts por metro cuadrado (la energía que cruza un metro cuadrado de superficie orientada perpendicularmente a los rayos serviría para mantener encendidas 14 ampolletas de 100 watts cada una). En Venus y Marte la densidad de energía es igual a 1.9 y 0.4 veces el valor terrestre, respectivamente.
La Tierra aislada en el espacio absorbe sólo una parte de la energía solar que es capaz de interceptar. Otra parte de ella es reflejada por el planeta y devuelta al espacio sin ser utilizada. La fracción reflejada de la energía solar incidente se denomina albedo y para la Tierra es de 0.30. Es decir, la Tierra absorbe un 70% de la energía del Sol que intercepta; el resto es reflejado principalmente por su cobertura nubosa y los casquetes de hielo polar. La absorción de energía debe conducir a un aumento de la temperatura del planeta, a menos que en compensación devuelva al espacio igual cantidad. Esta pérdida la efectúa la Tierra emitiendo constantemente energía infrarroja desde su superficie hacia el espacio. A través de su larga evolución, la Tierra ha alcanzado un cuasi-equilibrio entre la absorción de energía solar y la emisión de energía infrarroja. Este es el principio de equilibrio radiativo, y sobre su base es posible calcular la temperatura que debe tener un planeta para compensar con su emisión infrarroja la absorción de energía radiativa solar. Esta temperatura recibe el calificativo de efectiva y la Tabla 1 la incluye, junto a otras características, para la Tierra, la Luna y varios planetas.
Puesto que tanto la cantidad de nubes como la extensión del hielo polar están controladas por la temperatura del planeta y por mecanismos atmosféricos que a su vez dependen de ella (como los vientos y la humedad del aire), resulta que, variando la cobertura de hielo y la nubosidad, el planeta tiene una forma de modificar su propia temperatura.
Efecto invernadero
Cuando las temperaturas efectivas de los planetas son comparadas con las temperaturas que se miden en sus superficies, no siempre son coincidentes (ver Tabla 1). Llama la atención el caso de Venus, en que existe una discrepancia de poco menos de 500°; lo sigue el caso de la Tierra con una diferencia bastante menor, pero aún importante, de 33°C. Ambas diferencias son en el sentido de una temperatura superficial por encima del valor efectivo. Este aparente desacuerdo no es tal, ya que la temperatura efectiva corresponde a la parte del planeta que emite energía infrarroja hacia el espacio, y ella no tiene por qué coincidir con su superficie. Debido a la presencia de gases capaces de absorber la radiación emitida por la superficie, la posición del nivel que emite hacia el espacio depende de los gases que constituyan la atmósfera.
En la Tierra, con una atmósfera que contiene pequeñas cantidades de anhídrido carbónico y de vapor de agua, este nivel se ubica alrededor de los 5.5 km. de altura. En Venus, envuelto en una gruesa atmósfera de anhídrido carbónico, está a 70 km. y en Marte, con una tenue atmósfera de anhídrido carbónico y nitrógeno, se localiza a 1 km. de altura sobre la superficie. Debido a que la temperatura atmosférica disminuye con la altura, las temperaturas superficiales son mayores que las efectivas, en una magnitud que es aproximadamente proporcional a la altitud del nivel emisor. De este modo, la presencia de una envoltura gaseosa implica un aumento de la temperatura superficial sobre la que existiría en ausencia de atmósfera. Este incremento de temperatura recibe el nombre de "efecto invernadero".
En la Tierra el efecto invernadero es controlado por el contenido atmosférico de CO2 no obstante que el mayor aporte cuantitativo lo hace el vapor de agua (90%). Esta aparente contradicción se explica por una realimentación positiva originada en el hecho de que ante un calentamiento, el aire aumenta su capacidad para sostener vapor de agua. Esto permite que el contenido atmosférico de vapor esté regulado por la temperatura planetaria, ya que los océanos representan un depósito casi inagotable de agua disponible para ser evaporada. Así, un aumento de CO2 induce un calentamiento inicial que acarrea un mayor contenido atmosférico de vapor de agua. El vapor adicional acentúa el efecto invernadero, y con ello genera una evaporación adicional. Este proceso se detiene en una condición de equilibrio entre nuevas tasas de evaporación y de precipitación, ambas mayores que las originales, conformando un ciclo hidrológico más enérgico.
La relación entre la temperatura y la capacidad del aire para sostener vapor de agua puede ser cuantificada a través del aumento de la cantidad de vapor de agua necesaria para saturar un kilogramo de aire, al aumentar la temperatura, o (para independizarse de la presión atmosférica) por la variación de la presión parcial de vapor en condiciones de saturación en función de la temperatura. Esta cantidad aumenta rápidamente (en una forma aproximadamente exponencial), de modo que para temperaturas de 40, 20. 0 y 20° C toma valores de 19, 125, 611 y 2.337 Pascales. Esto implica que a la presión atmosférica normal, un kilo de aire a las mismas temperaturas se satura con 0,12. 0,78. 3,80 y 14,54 gramos de vapor de agua, respectivamente.
Una primera explicación
Si se asume los tres planetas, Venus, Tierra y Marte, constituidos por el mismo material y con un albedo inicial común -por ejemplo de 0.17 (que es el valor actual de Marte)- las temperaturas efectivas de ellos resultan de 39. -6 y -57°C., respectivamente. En estas condiciones, adviene un período de intensa actividad volcánica que se prolonga a través de los primeros mil millones de años de existencia del sistema solar: se produce así, en los tres planetas, una expulsión masiva de vapor de agua y CO2, entre otros gases, todos los cuales van formando las atmósferas respectivas. A la atmósfera marciana, con una temperatura efectiva de -57°C., le bastó con muy poco vapor de agua para alcanzar su saturación (presión parcial de vapor de 1.6 Pa); tan poco, que su efecto invernadero resultó insignificante y mantuvo su baja temperatura inicial, con lo que el agua condensada en la superficie se acumuló en forma sólida y se debe encontrar en el subsuelo, probablemente concentrada en las regiones polares.
En Venus, con una temperatura efectiva inicial de 39°C. la atmósfera fue capaz de aceptar una gran cantidad de vapor de agua sin llegar a saturarse (para ello se precisa una presión parcial de 7.000 Pa). Este vapor generó un importante efecto invernadero que elevó aún más las ya altas temperaturas. Debido al rápido aumento de la capacidad para sostener vapor, la condición de saturación se hizo más difícil de alcanzar, y cantidades adicionales de vapor se incorporaron a la atmósfera. En este proceso nunca se llegó a un estado de saturación, desatándose una inestabilidad del efecto invernadero. Según esto, la atmósfera de Venus debe de haber presentado importantes cantidades de vapor de agua en algún momento de su evolución, y la temperatura de su superficie, en razón del efecto invernadero, debe de haber sido tan alta como para impedir la formación de océanos. Esta alta temperatura permitió una gran actividad química entre la atmósfera y los materiales sólidos del planeta, la cual generó los gases que hoy componen la atmósfera de Venus. El vapor de agua fue disociado poco a poco por la radiación ultravioleta incidente en la parte alta de la atmósfera. El hidrógeno escapó hacia el espacio y el oxígeno fue consumido en la oxidación de los materiales de la corteza venusiana.
En la Tierra, con una temperatura efectiva de -6° (presión parcial de vapor de 400 Pa para la saturación), la inyección de vapor de agua dio lugar a un efecto invernadero moderado que elevó la temperatura inicial por sobre 0°C., pero que no alcanzó a impedir la saturación del aire. La posterior precipitación y acumulación del agua en las cuencas del planeta dio forma a los océanos. Así, el desarrollo de la atmósfera terrestre se detuvo en una temperatura y presión a consecuencia de la formación de los océanos. En Venus éstos nunca llegaron a formarse por la inestabilización del efecto invernadero, y tampoco existen en Marte, debido a que las bajas temperaturas han mantenido el agua en forma de hielo.
Ciclo del carbono
Ya se ha mencionado el papel que juega el anhídrido carbónico como componente regulador del efecto invernadero. Es, por tanto, importante conocer qué procesos determinan su concentración en la atmósfera. Desde luego, el carbono existe en muchas formas, entre las cuales la más inerte, por su alto grado de oxidación, es el CO2. Si se usa como unidad la cantidad de carbono presente en la atmósfera, los océanos contienen 50 veces más, y los sedimentos marinos y continentales, entre minerales y materia orgánica, suman 100.000 de estas unidades. Los distintos depósitos de carbono, atmósfera, océano y litosfera intercambian continuamente compuestos carbónicos. Un 80% del carbono intercambiado entre la tierra sólida y el aire circula merced al ciclo geoquímico de los carbonatos y silicatos (al que se le estima un período típico de medio millón de años); el 20% restante es extraído del aire por procesos biológicos (fotosíntesis) con un reciclaje mucho más rápido.
La presentación del ciclo del carbono puede iniciarse con su paso desde la atmósfera a los océanos, cuando la lluvia disuelve parte del CO2 del aire formando ácido carbónico. Este ataca los compuestos minerales con silicato de calcio, y entrega iones calcio y bicarbonato a los cursos de agua subterránea, los que luego de escurrir por arroyos y ríos llegan al océano. Allí son incorporados como carbonato de calcio en los esqueletos y conchas de organismos marinos, tras cuya muerte se depositan en el fondo del mar formando sedimentos carbonatados. La corteza marina deriva desde las dorsales oceánicas, donde se forma, hasta las fosas de subducción, donde se sumerge bajo una placa tectónica continental. Aquí el sedimento es sometido a temperaturas y presiones crecientes y, eventualmente, el carbonato de calcio reacciona con el cuarzo para formar rocas silicatadas en un proceso conocido como metamorfismo y en el cual se libera CO2. El gas regresa a la atmósfera a través de las manifestaciones de volcanismo submarino en las dorsales oceánicas o en las violentas erupciones de los bordes continentales activos.
El anhídrido carbónico y el clima
Hallazgos recientes indican que existe una estrecha relación entre las fluctuaciones del clima y el contenido atmosférico de anhídrido carbónico. En el proceso de acumulación de hielo en la Antártida y en Groenlandia, cuando la nieve se convierte en hielo, ha dejado atrapadas pequeñas burbujas de aire. De esta suerte, el hielo acumulado a través del tiempo guarda pequeñas muestras del aire que existió en el momento en que fuera depositado.
Examinando el aire atrapado en diferentes partes de una Columna de hielo extraída de perforaciones profundas en los campos de hielo, se ha establecido que el CO2 atmosférico alcanzó niveles muy bajos durante, al menos, las dos últimas glaciaciones ocurridas hace 20.000 y 150.000 años.
De hecho, las variaciones de CO2 siguen de muy cerca las del volumen de hielo continental, que han sido correlacionadas con las fluctuaciones de la temperatura global. Esto no implica necesariamente que los cambios climáticos sean provocados por cambios en el efecto invernadero, pero apunta claramente a un fuerte vínculo entre la concentración del CO2 atmosférico y las temperaturas. Con el efecto invernadero en mente, resulta tentador imaginar que el aumento del gas provoca alzas en la temperatura. Sin embargo, las observaciones tienden a mostrar una secuencia temporal inversa a los calentamientos siguen aumentos de la concentración de CO2 en el aíre.
La respuesta del anhídrido carbónico atmosférico a las variaciones de temperatura puede ser explicada como sigue. Si un calentamiento global trae asociada una intensificación de la precipitación, ella debe implicar una aceleración en el proceso de extracción de CO2 atmosférico y un empobrecimiento del aire en este gas. El efecto invernadero deberá disminuir y con ello pondrá en marcha una realimentación negativa que tiende a frenar el calentamiento inicial. En el caso de una disminución de la precipitación provocada por un enfriamiento, el contenido atmosférico de CO2 se incrementará porque su producción, a través del metamorfismo y la actividad volcánica continúa inalterada. Con ello se incrementa el efecto invernadero que tiende a amortiguar el enfriamiento inicial. Este puede ser un mecanismo estabilizador extremadamente efectivo para el clima de la Tierra y que le permitiría salvar perturbaciones forzadas externamente con alteraciones mínimas en el comportamiento del clima.
Una explicación mas completa
Considerando el papel regulador que tiene el CO2 sobre el efecto invernadero, junto con el ciclo del carbono, es posible imaginar una segunda explicación para la diferente evolución que han tenido los planetas terrestres. Esta nueva teoría permite, además, explicar otros enigmas como la existencia de los canales marcianos y la ausencia de glaciación durante el período inicial en que el Sol presentaba una luminosidad disminuida. Para ello es preciso incorporar en el problema la evolución estelar.
Según todos los modelos de evolución, al formarse la Tierra, 4.600 millones de años atrás, la tasa de emisión de energía solar debe haber sido alrededor de un 25% menos que la actual. Desde entonces la intensidad de emisión ha aumentado linealmente con el transcurso del tiempo, y es de esperar que lo siga haciendo. Si tal reducción de luminosidad hubiese ocurrido con una composición atmosférica similar a la actual, la Tierra se habría sumergido en una glaciación profunda, solidificando todos los mares por un largo período el que sólo habría concluido 2.000 millones de años atrás. Pero bajo tal condición hubiera sido imposible la formación de las rocas sedimentarias que tienen 3.800 millones de años de edad.
Una forma de compatibilizar un Sol débil con la ocurrencia de océanos es postular una composición atmosférica más rica en CO2 para ese período, de modo que el consiguiente aumento del efecto invernadero compensara la débil luminosidad solar. En términos de carbono disponible, esto no parece imposible, pues el contenido de carbono en las rocas carbonatadas alcanza para producir una presión atmosférica adicional de 60 bares. Esto es 60 veces mayor que la presión atmosférica total actual. La presión parcial debida al CO2 alcanza hoy día solamente a 0,0003 bares, y para generar un efecto invernadero capaz de suplir la deficiencia solar se requieren algunas décimas de bar.
Sin embargo, esto no basta. Además se precisa que en la medida en que el Sol aumenta su luminosidad, el contenido atmosférico de CO2 disminuya. La coordinación de ambas variaciones es regulada por el ciclo de los carbonatos y silicatos, de modo que al aumentar la luminosidad solar y reflejarse en un leve aumento de temperatura, el incremento de evaporación de los océanos acelerará el ciclo hidrológico y, con ello, la extracción de CO2 desde la atmósfera. El efecto invernadero disminuirá y el calentamiento planetario, debido al incremento de radiación solar, será atenuado. De este modo la Tierra habría sorteado sin grandes variaciones de temperatura el periodo de Sol débil.
En Marte la evolución fue drásticamente distinta a la de la Tierra; en parte porque allí, debido a la baja temperatura, la atmósfera se satura con un contenido de vapor demasiado pequeño para generar un efecto invernadero significativo, pero también porque en Marte el ciclo del carbono no existe. Al carecer de tectónica de placas o deriva del fondo marino, el CO2 no es reinyectado a la atmósfera y permanece sepultado en la corteza marciana. Durante el período inicial de gran actividad volcánica, la corteza debe de haber expulsado gran cantidad de CO2 y vapor de agua a la atmósfera. En presencia de un efecto invernadero importante las temperaturas deben haber subido lo suficiente para que, a pesar de un Sol debilitado, existiesen ríos, lagos o tal vez mares. En esta época remota los cursos de agua deben de haber tallado los canales o valles marcianos, testigos de un tiempo en que alguna forma de vida pudo haber existido. Pero la precipitación fue despojando a la atmósfera de su CO2 para acumularlo en sedimentos carbonatados. El planeta se fue enfriando, el agua se solidificó y los vestigios de vida que pudieran haber existido se extinguieron.
Venus es un planeta en donde el agua casi no existe, debido a que la ha perdido por fotodisociación de la molécula y posterior escape del hidrógeno hacia el espacio. Para que ello ocurra, el vapor de agua debe acceder a los niveles superiores de la atmósfera donde puede ser alcanzado por la radiación energética disociadora. La rapidez con que ello sucede depende del nivel en que se ubique la llamada "trampa fría". Este es un nivel en que una baja temperatura se combina con una presión relativamente alta para deprimir el contenido de vapor que satura el aire a un valor mínimo. En la Tierra este nivel se ubica a unos 12 km. de la superficie. Allí un kilogramo de aire encuentra la saturación con apenas 0,2 gramos de vapor. En contraste, a nivel del mar los valores de saturación son del orden de 10 gramos por kilo. Esto implica que cuando un kilo de aire húmedo traspone el nivel de la trampa fría para acceder a mayores altitudes, sólo puede llevar consigo muy poco vapor de agua para ser disociado; el resto debe condensar y precipitar. En Venus la trampa fría se presenta por lo menos a 100 km., y cuando ella se ubica tan alto su eficiencia decae, es decir, deja pasar una cantidad importante de vapor de agua hacia niveles superiores donde puede ser disociado. La posibilidad de que alguna vez haya existido un océano en Venus es materia de discusión. Ello depende de la cantidad de nubosidad originalmente presente, la que debe de haber determinado la radiación que alcanzaba la superficie del planeta. Si la radiación solar superaba 1,4 veces la que actualmente incide sobre la Tierra (lo cual es marginalmente posible con un Sol débil), toda agua liberada desde el interior del planeta habría sido instantáneamente evaporada, y jamás se habrían formado océanos. Pero si la nubosidad reflejó suficientemente la radiación solar, puede haber existido océanos, aunque en forma efímera. Si así hubiera sido, la mayor parte del anhídrido carbónico que hoy forma la atmósfera venusiana habría formado parte de sedimentos carbonatados, y una presión parecida a la terrestre hubiera sido posible. Pero en estas condiciones el vapor de agua pasaría más fácilmente la trampa fría hacia los niveles de disociación. y la pérdida de un océano demoraría algunos cientos de millones de años solamente. Desaparecidos los océanos, y sin lluvias, el carbono se acumuló en la atmósfera, y los gases sulfúricos, en ausencia de agua que los disolviera, formaron las nubes que caracterizan a Venus y que reflejan un 80% de la radiación solar incidente. A pesar de que Venus recibe casi el doble de radiación solar que la Tierra, absorbe mucho menos que ella y sus altas temperaturas son consecuencia del marcado efecto invernadero generado por una masiva atmósfera de CO2. Por lo tanto, en Venus el ciclo del carbono quedó interrumpido al perderse el agua que transportaba el anhídrido carbónico desde la atmósfera a la superficie del planeta.
Conclusión
Retomemos el problema inicial: ¿por qué, a pesar de un origen común, la Tierra evolucionó de manera tan diferente a Marte y Venus?. En la versión más moderna de la teoría, ello habría ocurrido porque en la Tierra existió un ciclo geoquímico del carbono que estabilizó su temperatura media, impidiendo que ella descendiera excesivamente durante épocas en que el Sol presentaba una emisión débil o que el planeta se calentara demasiado en otras ocasiones. Gracias a esto pudo conservar sus océanos, en los que, con el transcurso del tiempo, surgiría la vida. En Marte, debido a su menor tamaño y más rápido enfriamiento, se formó una corteza demasiado gruesa para que existiera una tectónica de placas. Con ello el ciclo del carbono quedó interrumpido por ausencia de deriva del fondo marino, y el CO2 se acumuló en la corteza planetaria. El efecto invernadero inicial desapareció y el enfriamiento congeló el agua. Algo parecido ocurrió en la Luna, donde también se generó una corteza gruesa que prematuramente impidió procesos tectónicos y volcánicos, pero en ella los gases expulsados en los primeros mil millones de años escaparon al espacio por ionización y posterior barrido por el viento solar. En este proceso influyen el reducido tamaño del satélite y su temperatura relativamente alta. En Venus, el océano que pudo existir se habría evaporado y escapado al espacio porque con su elevada temperatura el alto contenido de humedad del aire coloca el nivel de la trampa fría muy alto, tornándola ineficiente para frenar el paso del vapor de agua hacía las regiones superiores donde es disociado.
Al perderse el agua, el CO2 se acumuló en la atmósfera y dio lugar a un efecto invernadero altísimo. Venus se encuentra hoy demasiado cerca del Sol para retener océanos, aunque pudo no estarlo 4.000 millones de años atrás. En su evolución el Sol continuará aumentando su luminosidad a razón de un 1 % cada millón de años, de suerte que la Tierra puede empezar a tener dificultades para mantener su agua y seguir el destino de Venus a partir de unos mil millones de años más. Esta catástrofe puede ser diferida temporalmente a través de una disminución del CO2 atmosférico regulada por el ciclo de los carbonatos y silicatos.
Un importante aspecto que no ha sido considerado son los procesos biológicos. Aunque en términos del ciclo del carbono sólo contribuyen con un quinto del intercambio atmosférico, ellos son responsables de realimentaciones que pueden modificar apreciablemente el clima de la Tierra, y operan con una rapidez mucho mayor que el ciclo geoquímico. Debido a que sus principales realimentaciones son negativas, su presencia confiere un mayor grado de estabilidad al sistema climático terrestre, pero su operabilidad está limitada a un determinado intervalo de temperaturas, fuera del cual dejan de existir. Sin embargo, todo parece indicar que será el Hombre, a través del aumento de los gases invernadero, el que mucho antes pondrá en jaque el clima del planeta azul. Esta Tierra de la cual aún no se conocen réplicas y que debemos conservar para que generaciones futuras enfrenten estos grandes desafíos con posibilidades de sobrevivencia.
Humberto Fuenzalida P.
Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas
Universidad de Chile.