Necesitamos Maestros para el siglo XXI
( Creces, 2011 )
Dr. Fernando Mönckeberg Barros

Si bien es cierto que durante los últimos años hemos experimentado avances considerables en la ruta hacia el desarrollo, estamos lejos de haber alcanzado esa meta. Hay que reconocer que cuarenta años atrás Chile era un país realmente atrasado y casi sin esperanzas frente al progreso abrumador que se iniciaba en el mundo desarrollado. Fue en esa época cuando escribimos el “Jaque al Subdesarrollo” (1972), donde se identificaban los principales obstáculos que debíamos sortear: prevenir el daño del recurso humano, educarlo de acuerdo a los tiempos, ingresar al mundo con una estrategia de libre mercado y finalmente montar una infraestructura científico-tecnológica capaz de innovar para competir.

Desde el punto de vista del recurso humano, los progresos en salud y nutrición han sido notables. Los parámetros biomédicos que miden estos cambios, ubican a Chile a la cabeza de los países de la región. Los índices de nutrición, mortalidad infantil, mortalidad materna, expectativa de vida al nacer, prevalencia de enfermedades infecciosas y, la salud en general, han alcanzado niveles semejantes a los que exhiben los países desarrollados, a pesar que aún no lo somos.

Se ha logrado progresivamente que más y más chilenos que ahora están naciendo vayan expresando sus potencialidades genéticas, tanto físicas como intelectuales. La prevención del daño, que hemos llamado “sociogénico-biológico, más el incremento de la cobertura educacional y la eficiencia de las intervenciones, han permitido que hoy desaparezca el analfabetismo y se haya incrementado notablemente los años de escolaridad. Sin embargo, las evaluaciones del rendimiento educacional señalan serias deficiencias, que retrasan el desarrollo y entraban la movilidad social.

Un grupo significativo de los educandos no alcanza niveles mínimos de los conocimientos necesarios para funcionar eficientemente en la compleja sociedad actual. Los estudios señalan que la educación parvularia en áreas de pobreza no está preparando cognitivamente a los niños para entrar a primero básico. Pareciera que las diferencias entre permanecer en el hogar y asistir a la educación preescolar, son mínimas o nulas.

Por otra parte, las pruebas nacionales de evaluación de calidad de la educación básica y media demuestran que cerca del 40% de los alumnos — cuarto y octavo básico y segundo medio —, no alcanzan el nivel más elemental de comprensión de lectura. La capacidad de redacción es una habilidad aún menos desarrollada: un 47% de los alumnos de segundo medio no pueden redactar bien una carta sencilla.

Asimismo, según los criterios establecidos por el Tercer Estudio Internacional de Matemáticas y Ciencias (TIMSS), se establece que si los estudiantes de octavo básico rindieran un examen para acreditar los conocimientos elementales de finales de su enseñanza básica, un 85% de los alumnos no conseguirá el certificado de aprobación en matemáticas y un 78% no lo lograría en ciencias.

En matemáticas, y en todas las edades, se observa que más de tres cuartas partes de la población no es capaz de utilizar la matemáticas para resolver problemas de la vida cotidiana. En comprensión de lectura casi la mitad de la población no alcanza niveles que les permitan hacer inferencias simples a partir de lo leído. Con criterios algo más exigentes, el 24% de la población adulta presenta un serio déficit educacional.

Es evidente que estas deficiencias obstruyen la movilidad social, causando una elevada exclusión que limita la productividad de toda la sociedad. Ello es especialmente grave en la sociedad actual, llamada del “conocimiento”, que por su creciente complejidad y tecnificación, cada vez se hace más demandante habilidades y saberes para los que pretenden incorporarse a ella.

Es que no son sólo las deficiencias nutricionales las que dificultan el desarrollo de las capacidades cerebrales, ya durante los primeros años de vida. De acuerdo a nuestras propias investigaciones, la paupérrima realidad socio-cultural que acompaña a la pobreza crónica también interfiere negativamente. El crecimiento y maduración de las estructuras cerebrales se va ordenando en el tiempo de acuerdo al programa genético de cada uno, pero su expresión no sólo requiere de energía calórica y disponibilidad de nutrientes específicos, sino también de la continua percepción de estímulos ambientales externos, que paulatinamente vayan modelando su estructura definitiva.

La consolidación de la red neuronal se va perfeccionando por la suma de experiencias cognitivas (visuales, auditivas, táctiles, motoras) y las no cognitivas, como emocionales, verbales y sociales, que constantemente el niño está recibiendo durante los primeros periodos de la vida. De este modo, el programa genético, más la adecuada nutrición, van estructurando la arquitectura cerebral, la que luego necesita de estímulos medio ambientales para organizar la funcionalidad a nivel neuronal. Es así cómo se va induciendo una intercomunicación entre todas las regiones cerebrales, proceso que va haciendo posible el aprendizaje temprano, para continuar complementándose en edades posteriores, hasta culminar en la adolescencia, cuando termina la estructuración del desarrollo cerebral.

Si tal construcción primaria no ha sido armónica, se limita la posterior capacidad de aprendizaje y se dificulta su desarrollo (cabeza dura). Nacer en circunstancias de pobreza crónica, es nacer en un ambiente gris y limitado, que no estimula la imaginación, ni exacerba la curiosidad, junto a una escasa estimulación verbal, baja escolaridad de los padres, con distorsiones de la estructura de la familia y pobre afectividad, consolidan un medio adverso que en su conjunto van deformando el correcto desarrollo de las interconexiones neuronales.

En los diseños de políticas públicas es importante tener en cuenta que los mayores esfuerzos deben implantarse durante los primeros períodos de la vida, porque es la única forma de prevenir los daños que van a dificultar por siempre el aprendizaje, obstaculizando la igualdad de oportunidades. Tanto nuestra experiencia, como muchas otras, muestran que es en esta etapa de la vida cuando las intervenciones alcanzan la más alta relación costo-efectividad. El actuar más tarde, ya en la edad escolar, es tarde y produce magros resultados.

La experiencia de CONIN, en este sentido, es muy valiosa. Después de haber tratado a más de 80 mil lactantes con desnutrición grave en los primeros períodos de la vida, hemos podido determinar la existencia de un periodo crítico que deja daños irreparables que persisten en edades posteriores. La iniciación de un tratamiento integral (nutrición y estimulación psico-afectiva y motora temprana), logran una significativa recuperación, pero en gran mayoría no alcanzan la total normalidad para su edad, ni en el crecimiento físico, ni tampoco en su capacidad mental. Su seguimiento hasta edades posteriores pone en evidencia esos daños, que se traducen en un retardo en el desarrollo físico — menor talla para la edad— y dificultades progresivas del aprendizaje en los años sucesivos. Recientemente, James Heckman, Premio Nobel de Economía, enfatizó que por un dólar que el Estado invierte en esa edad temprana, se obtienen ocho dólares de retorno cuando éste llega a adulto.

Estos conceptos han logrado penetrar en los niveles superiores de decisión. Durante los últimos 40 años, progresivamente se han ido incrementando los recursos económicos destinados a esas edades. Con todo, la cobertura de educación en menores de 5 años es aún muy inferior en relación al promedio de los países OCDE. En este club de los países desarrollado, al cual ya pertenecemos, la cobertura es superior al 70%, mientras que en nuestro país sólo alcanza al 40%, porcentaje aún menor en los niveles de marginación y pobreza.

Las evaluaciones de programas realizado recientemente en áreas de pobreza, tampoco demuestran claramente una real mejoría cognitiva como para que tengan un mejor rendimiento durante los primeros años de educación básica. Esto era esperable, dado que las evaluaciones se han realizado por períodos muy cortos. No hay que olvidar que el daño producido en los niños pertenecientes a familias de pobreza crónica es el resultado de generaciones de marginalidad social. Si bien se pude lograr normalizar la nutrición en breve tiempo, continúa actuando la adversidad de su micro medio ambiente socio-cultural. Para registrar un progreso cognitivo significativo es probable que se requiera más de una generación. Tal vez es por tal motivo que, aún cuando hemos logrado prevenir la desnutrición, la persistencia de la pobreza, con su adversidad socio-cultural, continúa dificultando el proceso de aprendizaje.

Sin embargo, este factor no explica enteramente el retraso de nuestro sistema educacional. Durante los últimos años, se ha alcanzado una amplia cobertura a lo largo del país, pero el rendimiento promedio de los alumnos es bastante menor de lo esperado. Este resultado hace presumir la existencia de otros factores adversos, propios del sistema educacional.

Diferentes mediciones señalan que tanto los estudiantes de la educación pública (municipal) como los de la educación subvencionada tienen menores rendimientos en el aprendizaje. Llama la atención que aún los estudiantes de altos ingresos de las escuelas privadas, según la prueba del TIMSS, rindan similar o peor que los alumnos de bajos recursos de Corea, Eslovenia, Federación Rusa, Bélgica, Taiwán, Malasia, Singapur y Hong Kong.

Otro sistema de medición, el Sistema Nacional de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE), muestra promedios de insuficiencia menores a los detectados mediante pruebas internacionales, pero siempre por debajo de lo obtenido en éstas. Según la OCDE, uno de los obstáculos que el país debe lograr vencer para alcanzar el desarrollo es precisamente corregir la mala calidad de su educación.

¿Qué ha pasado con la educación chilena? Existe la creencia generalizada que antaño, ha comienzos del siglo veinte, la educación chilena gozaba de un buen nivel. Diversos países de la región solicitaban visitas de expertos chilenos para evaluar y mejorar sus propios sistemas educacionales. Cuando recuerdo a mis propios profesores del colegio, ya sea de matemáticas, física, biología o química, me parecían muy idóneos, caballerosos y respetables. Usaban cuello y corbata y eran muy bien recibidos en todos los medios sociales. Pienso que entonces, efectivamente los profesores eran de buen nivel y gozaban de un elevado estatus social.

Pero ello ocurría en otros tiempos, cuando la educción era privilegio de unos pocos. En ese entonces bastaban algunos colegios y liceos para satisfacer la escasa demanda educacional. Pero ha sido en las últimas décadas cuando repentinamente se inició una masificación de la educación. No hay que olvidar que hasta hace poco tiempo existían altas tasas de analfabetismo y de muy baja escolaridad. En 1950, de cada 100 niños que entraban a la educación básica, sólo 20 lograban terminarla. Muy pocos eran los que ingresaban a la educación media (menos del 10%) y menos aún a la universitaria. De repente y en muy poco tiempo, se vino encima una demanda masiva de educación, primero en el nivel básico, para luego en el medio y ahora también en el terciario. Con los avances en la nutrición y la prevención del daño socio-génico biológico, disminuyó el fracaso escolar y con ello la deserción, incrementando así los años de escolaridad promedio. Esta realidad repercutió luego sobre la educación media, lo que obligó a crear las escuelas municipalizadas y escuelas privadas subvencionadas por el Estado.

Con esto progresos, los niños chilenos de cinco años de edad poseen la expectativa de llegar a recibir alrededor de 15 años de enseñanza formal. Como resultado, ha aumentado enormemente la demanda de profesores de enseñanza básica y media, pero sin que el sistema estuviera preparado para ello. La profesión de “maestro” ha perdido prestigio, y han estado accediendo a ella estudiantes de muy bajos puntajes según la Prueba de Actitud Académica. Estos hechos, a mi juicio, han llevado a que se pierda la estimación social del docente, agravándose aún más la situación por los bajos salarios.

Hace algunos meses, al cruzar por el centro de la ciudad de Santiago, tuve ocasión de observar una concentración de profesores en huelga que, dirigidos por sus líderes sindicales, reclamaban por reivindicaciones salariales. Me detuve durante más de un hora para ver cómo ellos manifestaban su protesta. Confieso que me llevé una deplorable impresión, tanto por sus aspectos como por sus actitudes. Desaseados, pintarrajeados, portaban pancartas groseras y mal escritas que injuriaban a autoridades y ministros del Gobierno. Eran la antítesis de lo que se espera de un maestro o un profesor. Me costaba imaginar que realmente ellos poseyeren una vocación docente, menos los principios éticos fundamentales de esta profesión. Dudaba, por esta misma impresión, que tuvieran la preparación y conocimientos como para ejercer la enorme responsabilidad de formar a los futuros líderes de la sociedad.

Comenté esa misma tarde lo sucedido. Muchos me argumentaron que las molestias de los profesores se debían a sus muy bajas remuneraciones y a la falta de reconocimiento a su labor. Respondí que tal situación no se iba a reponer sólo con mayores salarios. Tal sentimiento subjetiva lo confirmé al leer recientemente los resultados de los exámenes de conocimientos matemáticos que se midieron, mediante la prueba TIMSS, en los estudiantes de pedagogía básica en 2008. Estos futuros docentes, provenientes de 33 instituciones chilenas de enseñanza superior, al terminar su último año de carrera, ocuparon el último lugar entre 34 países.

Después de haber dejado la dirección de INTA, deseaba fervientemente la posibilidad de contribuir a solucionar lo que creía era el segundo gran escollo que nos impedía alcanzar el subdesarrollo, cual era la deficiencia del sistema educacional. Al poco tiempo creí que me había llegado una oportunidad de servir. Un grupo de profesores de la que es hoy la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE), me solicitó que los representara en la Junta Directiva de dicho plantel, que en aquel tiempo era la principal institución universitaria formadora de profesores. Acepté y, en 1999, fui elegido uno de sus miembros.

Se trataba de una universidad, que originalmente había formado parte de la Universidad de Chile, pero que había sido separada de ésta durante el Gobierno Militar. Después de algunos meses, por comprometerme y hablar demasiado en el seno de la Junta, me promovieron a presidente de la misma, lo que acepté con el sincero propósito de contribuir a mejorar la UMCE.

El establecimiento tenía mala fama, tanto por la infiltración política de profesores y alumnos. Se le conocía con el sobrenombre de “Piedragógico” por los numerosos paros provocados por estos últimos y el consecuente bloqueo de la avenida Macul, donde se ubicaba junto a esquina Grecia. Era un verdadero campo de batalla por las piedras que lanzaban los estudiantes a Carabineros y a cualquiera que se atreviera a cruzar esa calle.

Mi primera comprobación fue exactamente la mala calidad de los alumnos que allí se matriculaban. Sus puntajes de evaluación eran muy bajos. Era evidente que la mayoría de los que se matriculaban lo hacían porque no habían tenido cabida en otras Facultades o porque allí se daban mejores posibilidades de obtener becas o créditos. Eran contados los que realmente ingresaban con buenos antecedentes y con verdadera vocación docente. Sus alumnos sabían que sus posibilidades profesionales eran muy limitadas por los bajos salarios que recibirían más tarde y por la baja valoración social que tenía su profesión. La deserción era alta y, en algunas menciones, especialmente la científicas (química, física, matemáticas), incluyendo la docencia del inglés, era casi total.

Tal panorama no parecía impresionar al cuerpo docente. El conglomerado era una fuente de cultivo extraordinariamente peligrosa. El conjunto explicaba la violencia, las frecuentes protestas y todas las dificultades interiores. Ya en los primeros meses de mi dirección, hubo un paro y toma de una Facultad. Contrariamente a lo que me aconsejaban, entré a conversar con los estudiantes, quienes me llevaron a una pieza, situada al fondo del edificio, donde estaba la directiva. Me llamó la atención que no me identificaban, ni tampoco conocieran el nombre del presidente de la Junta Directiva de la universidad que los albergaba. Me retuvieron contra mi voluntad por más de ocho horas y no fue posible sentarnos a conversar. Tuve la sensación que los organizadores no eran estudiantes, tanto por su aspecto como su forma de hablar.

Me impresionaba también la pasividad de los profesores, quienes acostumbrados a estas conductas, no hacían esfuerzos para acercarse a ellos y tratar de enmendarlas. Entre ellos, había buenos, mediocres y deficientes profesores. Pero nada se podía hacer con respecto a estos últimos. La legislación vigente, heredada de la Universidad de Chile, básicamente protegía su estabilidad laboral, lo que impedía tomar medidas de evaluación y despidos. Pensaban que la separación de la Universidad de Chile en nada había favorecido al desarrollo de la institución y, por el contrario, estimaban que con ello se había resentido su estatus social. Pero parecían perfectamente adaptados a estas circunstancias sin importarles los paros y las pérdidas de horas docentes.

En aquella época, los docentes estaban divididos en fracciones políticas irreconciliables y sólo se hablaban para organizar cada cuatro años las elecciones de Rector. Sin duda que la lucha interna no les permitía mirar hacia el futuro, ni tampoco posesionarse en su verdadero rol.

Al finalizar mi infructuoso período de presidente del Consejo Directivo, me llamó Mariana Aylwin, quien en ese entonces era ministra de Educación, para conversar acerca de la UMCE. Analicé con ella extensamente la situación y terminé manifestando que en mi opinión la UMCE no tenía una solución fácil. De ser posible, el cambio llevaría tiempo y requeriría de importantes reformas.

Sin duda que la profesión de docente actual tiene la mayor trascendencia y así debiera entenderlo la comunidad. Esta profesión requiere ahora de una estricta selección de organismos universitarios que se comprometan a formar docentes de calidad y a desarrollar una estrategia que eleve su estatus social. Pero se requiere también que quienes ingresen a ella, tengan mayor calificación. Está demostrado que aquellos estudiantes de mejores habilidades tienen una alta probabilidad de convertirse en excelentes profesores y los buenos profesores logran más aprendizaje, independiente del nivel social del educando.

Tales metas demandan incentivos directos, como financiar enteramente los costos de sus estudios universitarios y su mantención, junto con incrementar los salarios para que sea más atractivo ejercer la profesión. Incentivos de esta índole permitirían atraer a los estudiantes de altos puntajes. Esta decisión es urgente. No podemos seguir ocultando la cabeza como el avestruz. Si no se logra mejorar los niveles educacionales en un tiempo prudente, no sólo no vamos a alcanzar el desarrollo, sino que estará latente el alto el riesgo de perder lo avanzado.

Indudablemente que la inversión destinada a la selección de los educadores tiene una alta rentabilidad social y económica. Las universidades que hoy permiten el ingreso de estudiantes de muy bajos puntajes, los que precisamente han sido rechazados en otras carreras y que obviamente no tienen ninguna vocación, están oscureciendo el futuro del país. Igual cuidado debería tomarse para buscar y elegir los directores de los establecimientos educacionales. Ellos deberían ser verdaderos líderes de la educación, seriamente comprometidos con los proyectos educativos y el aprendizaje.

Es imprescindible iniciar decididas reformas. Por ahora, se aprobó la nueva Ley General de Educación (LGE), que reemplazará lo anterior. Ésta contempla una Agencia de Calidad de la Profesión que evaluará el proceso de enseñanza dentro de la sala. Agrega, además, una Superintendencia de Educación que debiera estar constantemente evaluando la docencia impartida en las diferentes facultades universitarias y las adecuadas remuneraciones.

También se ha preparado una propuesta de Carrera Profesional Docente para aplicarla a los profesores del sector municipal y colegios particulares subvencionados. Su principal filosofía es que cada vez pese menos la antigüedad del docente y, a cambio, se favorezca su desempeño en el aula.

Con todas estas medidas, se pretende realizar una evaluación continua del docente, incluyendo un nuevo sistema de sueldos e incentivos. Se considera la creación de un sistema de escala, de tal forma que los profesores vayan avanzando según los resultados de la evaluación docente y de una prueba de conocimientos específicos de su especialidad. Se considera también la creación tanto de postgrados como de postítulos acreditados y el ejercicio de cargos de responsabilidad en las escuelas.

Estoy convencido que tales cambios serán los primeros pasos para lograr dignificar la carrera docente. Sin embargo, creo que las medidas más efectivas no serán los controles, sino que los incentivos. Éstos adecuadamente manejados, efectivamente seleccionarán a los más aptos maestros que el país necesita con tanta prisa.


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