( Creces, 2015 )
Hasta hace algunas décadas se pensaba que el cerebro era un órgano muy rígido, al menos en su estructura. El célebre anatomista y premio Nobel, Ramón y Cajal afirmaba que el cerebro era fijo e inmutable: Pueden sus células morir, pero nunca se podrán regenerar (1). Este concepto pareció confirmarse al comprobar que era el único órgano que ya en el momento de nacer, o muy poco después, alcanzaba su número definitivo de células (neuronas), las mismas que persistían durante toda la vida, sólo destruyéndose algunas en la medida que se envejecía. Esta particularidad lo diferenciaba de todos los demás órganos, cuyas células en un proceso continuo, van envejeciéndose y renovando de acuerdo a los requerimientos de sus funciones metabólicas. Por estas características propias se consideraba que el cerebro estaba genéticamente determinado y que era escasa la influencia de factores externos, propios del medio ambiente, pudieran tener en su desarrollo.